Fuente: laverdad.es
Casi no conocemos nada de la música helénica, que desempeñó un papel muy importante en la vida cultural de aquel pueblo
Hace tres años cumplí un sueño largamente acariciado desde mi juventud: visitar Grecia. En un breve viaje profesional pude contemplar algunos de los más importantes vestigios de la admirable civilización helénica. Admiramos aquella cultura por sus elegantes edificios, refinadas esculturas, los delicados dibujos que decoran sus vasos, y sus bellas creaciones literarias o sus profundas disquisiciones filosóficas. Pero siempre nos falta algo que se ha perdido casi totalmente: su música. Ahora les propongo un curioso compacto del sello ‘harmonia mundi’, en el que el conjunto madrileño Atrium Musicae, bajo la dirección de Gregorio Paniagua, intenta la reconstrucción de algunos de estos sonidos. Así como las otras grandes creaciones del genio griego, nos resultan, a las gentes de hoy, entrañablemente próximas, su música nos suena distinta y exótica: muy lejana de lo que estamos habituados a escuchar. Seguramente la pérdida de la tradición musical griega hizo que se siguieran en Occidente derroteros mucho más alejados del modelo helénico que en otros campos de la creación artística.
La música ocupaba un lugar muy destacado en la vida cotidiana de la antigua Hélade. Los testimonios son muchos. La mitología nos habla de la lira de Orfeo, la flauta de Pan y la Musa Callíope, protectora de la música. Las artes plásticas representan, a menudo, personajes que tañen instrumentos. Las tragedias y las comedias tenían partes cantadas. Se entonaban himnos de alabanza a los dioses y a los atletas victoriosos, y hasta creo recordar que Platón recomienda, en su ‘República’, el sonido de ciertos instrumentos para formar mejor el espíritu de los jóvenes. El grupo Atrium Musicae ha recogido los escasos testimonios de la música helénica, conservados en papiros, inscripciones y documentos copiados en los siglos posteriores. Uno de ellos es debido al erudito compositor y aristócrata Benedetto Marcello, a quien dedicábamos la página del pasado lunes. Sobre estos vestigios han realizado un cuidadoso trabajo de arqueología musical, para hacerlos sonar de nuevo. También aparece el único texto escrito que se conserva de la música romana: un fragmento de una comedia de Terencio. Nos informa Gregorio Paniagua, en el breve, pero interesante, estudio que acompaña al disco, que coexistían en la antigua Grecia dos notaciones musicales: la instrumental, de 15 signos, y la vocal, de 24. Raramente aparecen indicaciones rítmicas, y los intérpretes han de deducirlas de las palabras del texto. Las lagunas de los manuscritos las han colmado, continuando la línea melódica, cuando ésta permitía enlazar con el resto del fragmento, o introduciendo silencios, cuando ello no era posible. Han resucitado el sonido de liras, cítaras, monocordios, salterios, crótalos, timbales, flautas de distintos tipos y hasta del órgano hidráulico.
El resultado de tan complicado trabajo nos descoloca, porque, en algunos pasajes recuerda a la música oriental, en otros la del Medievo cristiano y, en ciertos momentos, los cánticos litúrgicos de la Iglesia ortodoxa, sin que podamos adscribirlos rotundamente a ninguno de ellos. Pero lo que más sorprende es la poderosa, a veces desgarradora, tensión que revelan las melodías, insospechada en una cultura, a la que siempre consideramos asentada sobre el orden, la mesura y el equilibrio. En la mente de los antiguos helenos, como seguramente en la de todos los pueblos, no imperaba tan solo el ‘logos’, la razón, sino también la pasión, el ‘pathos’: la conocida contraposición de Nietzsche entre Apolo y Dionisos. Quizá, si volviéramos a ver las maravillosas esculturas y los templos de la antigua Grecia, no en su blanca serenidad marmórea actual, sino en su estado original, pintados de brillantes colorines, tendríamos una apreciación muy distinta, y más inquietante sobre aquel pueblo que trazó los derroteros de la cultura occidental.